Sobre izquierdas modernas y primitivas: una crítica a la denuncia de Jorge Frisancho del “irracionalismo de izquierda” en Perú Libre
El día de ayer Jorge Frisancho, intelectual de izquierda, escribió
un artículo breve sobre por qué su opción en estas elecciones es por Juntos por
el Perú y no por Perú Libre. El texto, compartido por varios simpatizantes de
JPP, es de una puerilidad y precariedad desoladoras (no solo se hacen en él una
serie de afirmaciones sobre la política revolucionaria con una absoluta
carencia de rigor conceptual: parece que Frisancho lo hubiera escrito al vuelo porque
le ofendió que algún simpatizante de Perú Libre en algún rincón de sus redes
sociales lo llamara “caviar”). ¿Por qué, entonces, hacer este breve comentario?
Quizá sea que considero que alcanzar la unidad de la izquierda es importante, y
que corregir las posturas equivocadas de nuestros compañeros tiene lugar como
parte de dicho proceso (sobre todo cuando ocurre, como en este caso, que están
atravesadas de prejuicios de clase de los que no parecen ser conscientes).
Frisancho se permite afirmar sobre Perú Libre que es una
organización cuyos militantes están poseídos por afectos que a su juicio
resultan reaccionarios, como lo serían el odio y el resentimiento (incluso
establece el vínculo entre estos y el fascismo, insinuando, sin excesiva
sutileza, que es dicha ideología de ultraderecha la que mejor representa a Perú
Libre – personalmente, pienso que Frisancho no entiende muy bien lo que
significa el fascismo, aunque esa es solo una de varias cosas que en su texto no
parece entender muy bien[1]).
Lo curioso es que pretende fundamentar esta afirmación en lo que, según cuenta,
habría visto en las redes sociales: furibundos simpatizantes de Perú Libre que,
desde sus computadoras, hostigan a los benevolentes simpatizantes de Juntos por
el Perú, acusándolos injustamente de ser una izquierda “caviar” y “oenegera”.
Por un momento una dosis de criterio amenaza con invadir al autor, cuando este
parece reconocer que la actividad en las redes sociales no sería la data más fiable
para elaborar un perfil psicoanalítico de los militantes y simpatizantes de
Perú Libre; no obstante, Frisancho logra salir airoso de este peligro sin
invertir demasiado en ingenio, recurriendo a una peculiar argucia: si bien
reconoce que las redes sociales ciertamente no son evidencia definitoria sobre
nada, acto seguido nos cuenta que eso no quita que estas son “un síntoma de
algo”. “Significan algo”, dice. Y lo que en este caso “significan”, según
Frisancho, es “la confusión de la conciencia de clase con el resentimiento”. Más
allá de que la constatación preocupante de que Frisancho no parece tener muy
claro lo que “significar” significa (salvo lo leído, tal vez, en algún oscuro
tomo de crítica literaria francesa), no queda clara la operación metodológica
por la cual este carácter “sintomático” de las redes sociales le permite
persistir tranquilamente en su empresa psicologizante (es decir, por qué el
“síntoma” termina cumpliendo exactamente la misma función lógica que la
evidencia que Frisancho admite no tener). Para un intelectual declarado
marxista (socialista científico), que reclama análisis rigurosos sobre la
realidad social, Frisancho parece adolecer de una alarmante falta de método
(por supuesto, uno puede apelar a la banalidad del texto para defender la
libertad de Frisancho de hacer afirmaciones sin sustento, pero insisto en mis
razones para hacer estas críticas constructivas).
Pero concedamos a Frisancho la hipótesis de que los simpatizantes y militantes de Perú Libre están movidos fundamentalmente por el resentimiento y afectos semejantes. Habría que preguntarnos, ¿cuál es la extracción social mayoritaria del voto de esta organización, originada en el departamento de Junín, en la sierra centro del país? Si nos guiamos por la información emergida en las encuestas de las últimas semanas, parece ser que el voto duro de Perú Libre se encuentra entre las zonas urbanas y rurales que corresponden con los sectores socioeconómicos C, D y E. Es decir, podemos afirmar que el apoyo a Perú Libre viene sobre todo de las clases populares, urbanas y campesina. Si aceptamos esta parte de la hipótesis de Frisancho, habría que preguntarse, ¿por qué aflora el resentimiento entre las clases populares? ¿Existe alguna razón? Si seguimos los principios de la dialéctica materialista, debemos asumir que sí, pues las dinámicas afectivas, como todo lo que existe, emergen a partir de algo diferente que se ve transformado: en los seres humanos, los afectos no son algo naturalmente “dado”, sino que se constituyen en procesos históricos y se enmarcan dentro de horizontes culturales de sentido. El resentimiento de las clases populares no es un mero sentir irracional, sino una configuración histórica que responde al desarrollo de un determinado orden social; al verse arrojados a las posiciones sociales más bajas de dicho orden, que se sostiene en gran medida con su esfuerzo, al no poder disfrutar de bienes y servicios básicos, al no recibir atención por parte de las autoridades del Estado (y que, de darse, no suele ser en su lengua materna), al no sentirse partícipes de la libertad e igualdad que desde un punto de vista normativo legitiman las instituciones y estructuras sociales, al ser violentamente reprimidos cuando se organizan sus reclamos, el resentimiento y otros afectos como la rabia se asientan en la psique. Y desde el punto de vista ético (en su sentido estricto, como ethos sociohistórico), podríamos decir que es profundamente razonable que así sea. Ahora, ¿son este resentimiento y esta rabia contra el sistema, y contra aquellos que reconocen como miembros de los estratos socioeconómicos que más se benefician del mismo (contra la clase opresora y sus allegados), sentimientos “reaccionarios”, el componente material-afectivo de una política conservadora que nos hace ver enemigos donde no los hay realmente? Me permito dudar de que así sea. ¿Se trata de un pathos extremista, que amenaza con llevarnos al exterminio? Solo si ignoráramos una vez más el carácter dialéctico de los afectos: junto con el odio y el resentimiento conviven sus afectos contrarios, que en determinadas condiciones materiales pueden acabar por transformar a los primeros. Esas condiciones no se dan, sin embargo, evangelizando al pueblo con ideologías pacifistas ni con meditación trascendental; exigen organización política, educación respecto a las causas histórico-estructurales del resentimiento y, a la larga, un proceso revolucionario de transformación social. Exigirles a las clases populares una disposición psíquica “zen” en el actual escenario (al que se suman, junto con todas las afrentas históricas acumuladas, la actual crisis sanitaria y el asesinato social[2] que se viene desarrollando) resulta, en el mejor de los casos, antojadizo (el ideal de un racionalismo rancio, profundamente desconectado de la realidad y el sentir populares), y, en el peor, altamente clasista (revivir la fantasía oscura de las clases medias y altas, su conocido temor al indio “resentido social”, por más que Frisancho lo niegue apresuradamente en un último pie de página en el que señala que se trata de un mero “uso académico” del resentimiento). Es difícil, después de todo, mantener la indignación mesurada de un intelectual de clase media.
Ahora, Frisancho también ignora los propios análisis hechos desde la
órbita del marxismo y la tradición revolucionaria sobre la consideración política
de los afectos. Mariátegui, en su famoso ensayo El Hombre y el Mito, ya denunciaba al marxismo de la
socialdemocracia por su racionalismo formalista y raquítico, incapaz de
reconocer el carácter de soporte material que tienen los afectos en relación a
la voluntad y la práctica revolucionaria:
La
inteligencia burguesa se entretiene en una crítica racionalista del método, de
la teoría, de la técnica de los revolucionarios. ¡Qué incomprensión! La fuerza
de los revolucionarios no está en su ciencia; está en su fe, en su pasión, en
su voluntad. Es una fuerza religiosa, mística, espiritual. Es la fuerza del
Mito. La emoción revolucionaria […] es una emoción religiosa[3].
Por supuesto, Mariátegui no niega, como podría temer Frisancho, la
importancia política de la teoría revolucionaria, la medida en que, como
correctamente lo menciona, el análisis teórico influencia sobre las tácticas y
la línea estratégica (Mariátegui era, después de todo, un leninista); lo que el
Amauta comprendía lúcidamente es que esta fuerza de los afectos, movilizados en
torno a un “Mito” (la narrativa de una lucha contra los causantes históricos
del sufrimiento, del triunfo de la ira justa y la esperanza en el advenimiento
de la justicia), se hallaba en relación dialéctica con el diagnóstico
materialista histórico que reconocía el protagonismo político de las clases
populares y la posibilidad real de la abolición de la propiedad privada. Otro
autor de la órbita del marxismo que insiste mucho sobre estas cuestiones es el
alemán Walter Benjamin. En sus Tesis
sobre la Historia, Benjamin afirmaba que era un error la manera en que los
políticos e ideólogos de la socialdemocracia habían buscado orientar la praxis
política de la clase trabajadora alemana hacia un progreso futuro, surgido de
las eventuales reformas políticas; la praxis verdaderamente revolucionaria
nacía, por el contrario, al volverse hacia el pasado, poniendo la mirada sobre
las afrentas, crímenes y vejaciones cometidos contra los ancestros, sobre la
herida psíquica dejada por cientos de años de injusticia e impunidad:
El sujeto del
conocimiento histórico es la clase oprimida misma, cuando combate. En Marx
aparece como la última clase esclavizada, como la clase vengadora que lleva a
su fin la obra de la liberación en nombre de tantas generaciones de vencidos.
Esta conciencia […] ha sido siempre desagradable para la socialdemocracia. […]
Se ha contentado con asignar a la clase trabajadora el papel de redentora de
las generaciones futuras, cortando
así el nervio de su mejor fuerza. En esta escuela, la clase desaprendió lo
mismo el odio que la voluntad de sacrificio. Pues ambos se nutren de la imagen
de los antepasados esclavizados y no del ideal de los descendientes liberados.[4]
Así pues, para Benjamin, no es el amor cristiano sino el odio
justificado a los enemigos lo que moviliza y da empuje a la acción
transformadora. Persuadir a las masas sobre la “irracionalidad” o “bajeza” de
estos intensos afectos amenazaría con cortar “el nervio de su mejor fuerza”.
Esta postura sería compartida por Mao Zedong, quien afirmaba que “El comunismo
no es amor. El comunismo es un martillo que usamos para aplastar al enemigo.”
Por supuesto, podemos tener discrepancias sobre el lugar de Mao en la historia
de la izquierda revolucionaria, pero pecaría de un grado de ambigüedad conceptual
digno del liberalismo más chato y formalista degradarlo (al igual que a
Benjamin) al estatuto de “proto-fascista”. El contrapunto aquí parecería
hallarse en una postura como la del Che Guevara, para quien “el verdadero revolucionario
se guía por grandes sentimientos de amor”; no obstante, ateniéndonos, como ya
he mencionado, al carácter dialéctico de los afectos, podemos comprender en qué
medida las posturas de estos pensadores y revolucionarios no estarían en
contradicción: el vasto amor del revolucionario por el pueblo, su lucha por la
instauración de la justicia y la abolición de las condiciones materiales que
reproducen históricamente la impunidad, es el correlato de su odio por aquellos
que lo oprimen y explotan sin remordimiento (la vida de Guevara da testimonio
de esta dialéctica). Quizá fuera Maximilien de Robespierre, en el albor de la
política revolucionaria moderna, quien capturó esta dialéctica afectiva entre
el odio proletario y el amor revolucionario mejor que nadie en una famosa
sentencia: “Porque siento compasión por los oprimidos, no puedo sentirla por
los opresores.” Así, la responsabilidad de la izquierda revolucionaria no sería
domesticar los afectos del pueblo: más bien, se trataría de evidenciar la racionalidad
histórica presente a dichos afectos, encajarlos en una narrativa
histórico-política de retribución y reconocimiento largamente negados
(consistente con el análisis teórico), y crear órganos políticos que logren
organizar y orientar la voluntad política. De esta manera, el resentimiento y
demás afectos corrosivos pueden ser sublimados dialécticamente en el proceso en
el que surge un orden social nuevo a partir del viejo.
Finalmente, Frisancho desliza durante su texto que Perú Libre es una
izquierda “ortodoxa” y cavernaria, que “habla, activa y organiza como si aún
estuviéramos en 1985”, con poco que decir sobre “realidades contemporáneas”.
Como no precisa en qué se basa para afirmar tal cosa ni exactamente a qué
realidades contemporáneas se refiere, me permito pensar que su disgusto con
Perú Libre y su forma de hacer política es más bien un asunto de paladar: las
formas rudas del pueblo no siempre complacen al progresismo intelectual. Hay
que añadir que la distancia entre los ideales socialistas “modernos” de
Frisancho y los de una izquierda popular a la que denuncia como una reliquia
del pasado (primitiva e irracional) no es una oposición contemporánea; más
bien, esta clase de crítica que hacen algunos intelectuales de capas
socioeconómicas más acomodadas a una izquierda radical de raigambre popular es
algo de larga data en la historia de la izquierda. Ya en los tiempos de la
Segunda Internacional, Lenin y los bolcheviques eran acusados por Bernstein y
otros representantes de la socialdemocracia (la misma que criticaron Maríategui
y Benjamin) de ser los adalides de una izquierda primitiva, que se había
quedado atascada en los tiempos del Manifiesto
del Partido Comunista y desconocía las realidades del capitalismo
democrático de finales del siglo XIX e inicios del XX. Hoy sabemos a cuál de
estas dos izquierdas la historia le dio la razón.
[1] Frisancho parece desconocer la especificidad del fascismo como
política: su relación inextricable con el imperialismo y su continuidad con el
colonialismo europeo, su carácter de alianza entre la burguesía y los sectores
descontentos de la pequeña burguesía para “fortalecer la nación”, su
sostenimiento sobre la represión violenta y el despojo institucionalizados
contra grupos subalternos (en las periferias del propio territorio nacional,
pero fundamentalmente fuera de este). Este desconocimiento, que parece ir de la
mano de una comprensión sumamente imprecisa del fascismo como una suma de
“autoritarismo” (desde el punto de vista de la democracia liberal, por
supuesto) y conservadurismo moral, le permite a Frisancho catalogar a un grupo
bastante variopinto de individuos como “fascistas” (o “proto-fascistas”). Entre
ellos incluye a Putin, que con todos sus pecados es uno de los principales
obstáculos en la agenda imperialista de EEUU en el Tercer Mundo (cuyo régimen
político tiene largamente más semejanzas con el fascismo que el del líder
ruso). Comentario aparte merece la alusión al ex-congresista Becerril y al
pragmatismo de Pedro Castillo por haberse aproximado a él en su calidad de
dirigente durante las protestas magisteriales del año 2017; alguien tendría que
explicarle a Frisancho, aparte de en qué consiste el trabajo de un dirigente
sindical y sus obligaciones hacia sus representados, que las bancadas tanto del
Nuevo Perú como del Frente Amplio se rehusaron a reunirse con los maestros en
aquella coyuntura (probablemente por la terruqueada de estos en los medios de
comunicación, orquestrada por Patria Roja, líderes de un SUTEP sin
representatividad y aliados principales de NP en Juntos por el Perú).
[2] “Asesinato social” es un concepto de Engels, desarrollado en su obra
La situación de la clase obrera en
Inglaterra. Pienso que dado la responsabilidad del Estado peruano y de las
instituciones internacionales (por agencia u omisión) en la actual crisis
pienso que es apropiado su uso. Explica Engels: “Cuando un individuo inflige
daño corporal a otro de tal manera que resulta en muerte, llamamos a ese acto
homicidio culposo; cuando el asaltante supo de antemano que la herida sería
fatal, llamamos a su acción asesinato. Pero cuando la sociedad pone a cientos
de proletarios en una posición tal que inevitablemente encuentran una muerte
temprana y antinatural, una muerte que es tan violenta como la de la espada o
la bala; cuando priva a miles de lo necesario para la vida, los pone en
condiciones en las que no pueden
vivir –los fuerza, a través del fuerte brazo de la ley, a permanecer en esas
condiciones hasta que se produzca la muerte que es la consecuencia inevitable–
sabe que estas miles de víctimas deben perecer y aun así permite que estas
condiciones se mantengan, su acto es un asesinato tan claramente como el del
individuo particular; asesinato encubierto, malicioso, asesinato contra el cual
nadie puede defenderse, que no parece lo que es, porque ningún hombre ve al
asesino, porque la muerte de la víctima parece natural, ya que el delito es más
de omisión que de comisión. Pero sigue siendo asesinato."
[3] Mariátegui, JC., El Alba
Matinal.
[4] Benjamin, W., Sobre el
concepto de historia.
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